Hace un par de años conversaba con varios oficiales de cumplimiento que participaban en una conferencia en Miami cuando uno de ellos comentó que en su empresa el tema del financiamiento del terrorismo era “un saludo a la bandera”, porque su equipo no podía agotar los escasos recursos disponibles “persiguiendo fantasmas en un país que nadie atacaría”.

La triste afirmación vino a mi mente a mediados del mes de agosto al ver las imágenes del ataque terrorista perpetrado en Bangkok, Tailandia, que cobró la vida de 20 personas y dejó heridas a otras 123. Ciertamente hay países con menos posibilidades de ser víctimas de un acto terrorista, pero eso no quiere decir que no puedan ser utilizados para mover u ocultar dinero asociado a grupos extremistas.

El cumplimiento asociado al financiamiento del terrorismo –así como el relacionado a otros crímenes como el tráfico de personas, el contrabando de animales exóticos y el comercio ilícitos de armas- nace en las leyes y regulaciones, pero es una práctica que debe estar respaldada por nuestra conciencia.

Pensar que una sola operación que sea detectada y debidamente reportada puede llegar a salvar una vida debe ser suficiente motivación empresarial e individual.

Afortunadamente, la mayoría de las naciones de Latinoamérica están fuera del radar de los grupos terroristas, pero eso no tiene que hacernos indolentes ante hechos cobardes que se quieren justificar con sermones religiosos, políticos y/o sociales.

Este es el tipo de causa que amerita cualquier esfuerzo, por mínimo que sea o por lejano que parezca. Todo el que tenga la posibilidad de hacer algo contra el terrorismo debe hacerlo para no llevar consigo el peso de una apática actitud que puede convertirlo en cómplice (sin saberlo) de hechos viles contra personas inocentes.