Por Juan Alejandro Baptista.

¿Cómo puede la banca internacional mantener negocios con un país acusado multilateralmente de ser un gran riesgo de corrupción, narcotráfico y lavado de dinero de la región? ¿Lo mejor para un banco extranjero es simplemente cortar toda relación comercial con entidades venezolanas? ¿Todo el dinero asociado a Venezuela se puede considerar un dinero sucio? Son muchas las preguntas que se hacen profesionales de cumplimiento del mundo en torno a Venezuela. No es para menos.

Cuando un país es continuamente mal calificado y relacionado a situaciones, actores y realidades negativas, uno de los primeros sectores en reaccionar es la banca. La industria financiera es [aparenta ser] hipersensible a los “bad boys” y en el caso de Venezuela parecen sobrar las razones para aplicar medidas radicales orientadas a mitigar los riesgos.

Cuando se tiene un jefe de estado y un alto gobierno sancionados por nexos con el narcotráfico; cuando se ocupa los últimos lugares (166) en el ranking de percepción mundial de la corrupción; cuando el gobierno mantiene políticas estatales violatorias de los derechos humanos; cuando se acaba con la democracia; y cuando se malversan descaradamente los fondos del estado y las riquezas de la nación… las relaciones financieras, económica y políticas con el resto del mundo se complican.

Esto se ha agravado recientemente con las recomendaciones emitidas por la Red de Control de Crímenes Financieros (FinCEN) el pasado 20 de septiembre para que las entidades estadounidenses sepan cómo detectar el dinero producto de la corrupción procedente de Venezuela (FinCEN emite recomendaciones para detectar dinero producto de la corrupción en Venezuela). Por si fuera poco, cuatro días después el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, incluyó a Venezuela en un grupo de naciones, cuyos ciudadanos (en el caso de Venezuela solo algunos funcionarios públicos y sus allegados) tienen prohibida la entrada a Estados Unidos. En este selecto grupo Venezuela está acompañada de naciones cuestionadas como Corea del Norte, Irán, Libia, Somalia, Sudán y Yemen.

Ante todo esto, para cualquier entidad o instituciones financiera internacional, tener nexos comerciales con “venezolanos” se presenta como una misión “suicida”. Aunque las autoridades y entes internacionales afirman que los riesgos “deben ser gestionados”, el “de-risking” parece ser el Acetaminofén contra esa “migraña”. Ya desde hace muchos años, numerosas entidades han cerrado cuentas de individuos, empresas y bancos venezolanos, pero cada vez los requisitos son más, las cuentas son menos y la animadversión contra los venezolanos aumenta.

Si bien la corrupción parece formar ya parte de la estructura moral de la sociedad venezolana y el flujo de dinero ilícito ha sido de proporciones impensables, creo que el de-risking no es la solución, aunque reconozco que es la salida más práctica, rápida y, en algunos casos, económica. Generalizar no suele ser justo.

Muchos de los fondos que salen del país están ligados a esquemas de corrupción, pero también hay “capital flight” que deben ser identificados como una oportunidad para el sector bancario. Los dos elementos clave para lidiar con estas “escamosas” relaciones bancarias son la “debida diligencia” y la “gestión de los riesgos”. Obviamente, hay que tener claro que no todas las instituciones financieras están en capacidad operativa para manejar los riesgos asociados a los clientes venezolanos, por eso en algunos casos el “de-risking” no es solo una medida cobarde para huir del riesgo, sino una justificada decisión gerencial. 

En el próximo blog, continuaré con el tema, pero con un enfoque distinto, ya que hablaré un poco de cómo algunos bancos internacionales y países -los mismos que hablan de “alto riesgo”, de-risking y cierran puertas a venezolanos migrantes- han sido grandes cómplices de los líderes corruptos de la ultrajada Venezuela. Una doble moral que asquea.