Eran las 7:30 de la mañana cuando la experta Claudia Álvarez -siempre acuciosa y vigilante como buena dominicana- compartió un enlace sobre la decisión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de eliminar la regulación que obliga a las empresas del sector de los hidrocarburos que cotizan en bolsa a presentar informes sobre los pagos realizados a gobiernos extranjeros.
Claudia estaba indignada; yo también estaba indignado… mejor dicho, el mensaje de Claudia alimento mi nivel de indignación, el cual ya venía in crescendo, porque justamente estaba leyendo la alerta matutina del The Wall Street Journal, en la cual se destacaba que la decisión de Trump debilita la capacidad de lucha de Estados Unidos contra la corrupción.
Esta decisión muy “Trumpista” se presenta algo extemporánea, fuera de lugar en un momento en que el mundo ve con asombro como la corrupción es la dueña absoluta de las conciencias y de los bolsillos de los políticos (y de unos cuantos empresarios). Para muchos, la corrupción -perfectamente representada por la relación Petrobras/Odebrecht- ha dejado de ser un delito y se ha convertido en una forma de vida, en un estilo de negocio, en una fuente de placer.
Gracias al señor Trump, las 755 empresas que debían empezar a reportar en 2018 los pagos hechos a “gobiernos extranjeros” como parte de sus negociaciones, ahora no tendrán dicha obligación. A juicio de Trump y de las empresas del sector, la norma de la Comisión de Bolsa y Valores (SEC por sus iniciales en inglés) afecta la “competitividad” de las empresas americanas. Es decir, que el soborno y la corrupción deben ahora ser enseñados en las escuelas de mercadeo, gerencia y administración de negocios como un “recurso estratégico” para aumentar la competitividad.
It’s a big deal” dijo el señor Trump cuando el martes (Día de Amor y la Amistad) firmaba la triste H.J Resolution 41, con la cual no solo anulaba la norma de la SEC, sino que mostraba su amistad y su amor hacia los corruptos del mundo.